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En uno de los álbumes del Archivo J.R. Plaza, Bonillas descubrió un retrato de su bisabuela, firmado por su tío, el fotógrafo Carlos Somonte, quien al calce consigna que ésa es solo la copia número dos de cinco. El artista se propuso entonces rastrear el destino final de las otras 4 impresiones para producir un mismo número de registros fotográficos de los distintos entornos; las distintas vidas de una misma imagen, pues, y comprobar así aquello que dijera alguna vez el poeta Robert Desnos, acerca de que si hay un espectro, ese sería el negativo fotográfico: el único capaz de merodear de foto en foto.

Al centro de la imagen matriz, vemos a Doña Pilar. Detrás de ella, en la pared, hay seis pinturas y retratos. Por la leyenda al pie, sabemos que la fotografía de Somonte fue tomada durante la Navidad de 1982, mientras que las tomas de Bonillas fueron realizadas un cuarto de siglo después. Cada una registra el lugar en el espacio que ocupan las impresiones originales en las casas de sus dueños junto a imágenes de otros parientes. Sólo una de aquellas impresiones, cabe destacar, cuelga de una pared desnuda.

Si Somonte fotografía uno de esos “momentos que desde que uno los vive parecen viejos recuerdos”, como escribió Luis Ignacio Helguera, el instante de Bonillas es inestable y múltiple; crea instantáneas de un recuerdo impreso que parecen provenir de un pasado tan remoto como ficticio: recuerdos inéditos que bien podrían ser apócrifos o inventados. Basta una mudanza o un reacomodo para que la “supraimagen” resultante —ésa que engloba los registros de Bonillas que, a su vez, engloban las impresiones de Somonte— genere una realidad distinta a partir de resultados parecidos.